domingo, 30 de noviembre de 2014

Leer que Cuba gana

No es un tema en el que soy muy ducho. Cuando me preguntaban si practicaba algún deporte, siempre usaba la broma de decir que sí, que el jaibol. Pero también es cierto que toda la vida he nadado, cuando he tenido tiempo y dónde; y que he sido un apasionado del submarinismo, a pesar de lo poco que he podido. En cierta época, cuando lo descubrí, practiqué alguito de karate; paré porque me botaron del tatami, pero me vino bien porque las manos empezaban a deformárseme. Mucho antes, en el semanario Mella, fui fan del ping-pong; me invitaba la mesa del patio y sobre todo tener adversarios como Victoriano de las Causas (conocido por entonces como Víctor Casaus), Sixto Quintela y Pedro Rodríguez García (Peroga), magnífico fotógrafo de mi pueblo.

He estado en el Latinoamericano, no sólo cantando, siendo parte de su trueno. He sido partícula de emoción colectiva en algún juego Cuba - Estados Unidos. Y también he sudado en el Guillermón Moncada, en Santiago de Cuba, cuando a los que participábamos en los festivales de la trova nos alojaban en unas naves que colindaban con el estadio.

Pero sobre todo he tenido el altísimo honor de que inmortales del deporte me hayan llamado amigo, como fue el caso del gigante Teófilo Stevenson, a quien conocí hace siglos en Caracas; o que Ana Fidelia Quirós me haya dado un beso por alguna canción; o que María Caridad Colón, Javier Sotomayor, Alberto Juantorena, Lázaro Vargas u Omar Linares me hayan estrechado la mano y sonreído.

Cuba siempre ha tenido glorias del deporte, pero a mi me tocó vivir en una Cuba que vio multiplicarse sus estrellas y que ha llegado a estar --y digan lo que digan se mantiene--, entre las potencias mundiales de esta hermosa actividad que hermana a los pueblos del planeta.

Todos los pueblos son capaces de grandezas, cuando estn﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽estrellas y que lleg un pueblo mbimos un pueblo capaz de hazañas, cosa mo quizltiplicarse las estrellas y que llegán unidos y apuntan bien. Qué acierto el de Martí cuando cantaba “Yo vengo de todas partes / y hacia todas partes voy...”, diversidad que las fiestas deportivas ilustran. 

Pero, como cubano que también soy, leer que Cuba gana me emociona. Es un sentimiento que convoca el deporte, el esfuerzo de cada uno de sus protagonistas y, por supuesto, lo que Cuba significa.  Porque Cuba no gana para ella sola. Por eso es justo que, aún en la espuma triunfal, nos miremos bien y nos deseemos lo mejor en todo lo demás, como merecen nuestro pueblo y todas esas partes de donde venimos y hacia donde vamos.

Gracias, al deporte cubano. Gracias a México, hermano entrañable de tantas historias cruzadas.

jueves, 27 de noviembre de 2014

Los compromisos

Me digo comprometido 
totalmente y de una vez:
el tiempo me hala la manga, 
quiere que vaya con él.
Mi compromiso es sencillo, 
sólo hay dos formas de estar:
o bien cogiendo el martillo, 
o bien dejándose dar.

Juro que me comprometo 
con el mejor tirador,
siempre que tire sujeto 
firmemente al corazón.
Me declaro partidario 
de las campañas salobres,
mientras la miel sea un sudario 
que regalar a los pobres.

Desde que nací me han dado 
ciertas flores escondidas
entre los ramos de muerte: 
así me salió la vida.
¿A cuánta muerte tocará por flor?
¿A cuántas flores tocará por muerte?
Para no ir más lejos, a las dos
las pongo a hacer el amor.

Me incorporo a las legiones 
de quijotes que batallan
por hundir las religiones 
donde quiera que se hallan.
Soy militante del hombre 
y como tal me proyecto.
Sé que la vida se esconde 
en la apariencia de un muerto.

Si alguna vez se me busca, 
no me busquen en papeles,
no me busquen en canciones, 
no me busquen en  mujeres.
Busquen el hilo de un hombre 
y sigan sus laberintos
que, al final, sano y deforme, 
me tendrán en el instinto.

Desde que nací me han dado 
ciertas flores escondidas
entre los ramos de muerte: 
así me salió la vida.
¿A cuánta muerte tocará por flor?
¿A cuántas flores tocará por muerte?
Para no ir más lejos, a las dos
las pongo a hacer el amor.

(1971)

jueves, 20 de noviembre de 2014

Las dos industrias

Por Guillermo Rodríguez Rivera

Hace poco los lectores de los asuntos internacionales conocimos de la quiebra de la ciudad norteamericana de Detroit, donde los ingresos no bastaban para hacerle frente a los gastos de la ciudad que, de los casi dos millones de habitantes que tenía en 1960, ahora apenas anda cerca  del millón.

De los años cincuenta, yo, que era un niño entonces, recordaba el poderoso brazo de Al Kaline que tiraba desde el right field y enfrió a más de un enemigo de los guerreros Tigres, el apodo del equipo de béisbol de la ciudad.

Si uno repasaba el mapa de Michigan, el estado donde se situaba la gran ciudad, uno encontraba algún topónimo que le resultaba particularmente familiar, como Pontiac, el pueblo indígena del que tomó su nombre aquel automóvil, que era la joyita de la General Motors. Allí se había fundado la empresa en 1908, del mismo modo que allí habían surgido Ford y Chrysler.  Pero marcas universalmente conocidas como Oldsmobile y la propia Pontiac habían desaparecido, y a la Chrysler se la había tragado la Daimler alemana.

Ya la primacía en la producción y en la venta, que había sido privilegio norteamericano, había pasado a marcas de Asia y Europa, como Mercedes, Volkswagen y Toyota. Antes, Detroit vendía sus autos en todo el mundo, pero ya no tiene esa primacía ni en los propios Estados Unidos: la ciudad en quiebra que es Detroit perdió la delantera en las ganancias de esa industria que ella fundó y controló por muchos años.

Pero la República Popular China empezó a cobijar otras grandes industrias que años atrás estuvieron en los Estados Unidos, porque nacieron allí. Los operarios chinos cobran mucho menos que los estadounidenses y trabajan con una calidad semejante.

Los Estados Unidos tienen la deuda externa mayor de todo el mundo: consumen mucho más de lo que producen y no se sabe qué ocurrirá el día que sus acreedores les exijan que honren sus deudas.

De veras, a la gran nación del norte le van quedando apenas dos grandes industrias que son su refugio en estos duros tiempos y que se han convertido en fuente de preocupación y muchas veces de horror para el resto del mundo.

Una es la de la comunicación, lo mismo en su más directa variante, que es el periodismo, como en la mucho más sofisticada y atractiva que es la información, que asume las peculiaridades del arte.

Yo nací a la vida cultural en los tiempos dorados de lo que se llamó el “cine de autor”. Durante muchos años, el bloqueo económico, comercial y financiero que los Estados Unidos han mantenido contra Cuba, motivó que en los años sesenta nos llegara muy poco del cine norteamericano que antes proliferaba entre nosotros. Cuando llegaba, era indirectamente.

Los años sesenta cinematográficos en Cuba estuvieron marcados por grandes autores del mundo socialista (Mijail Kalatozov, Grigori Chujrai, Andrzej Wajda, Jerzy Kawalerowicz, Adrezej Munk, un Milos Forman y un Roman Polanski que todavía no habían emigrado a Hollywood) pero, además y sobre todo, por el contacto con Ingmar Bergman, Luis Buñuel, Alain Renais, Claude Chabrol, Louis Malle, François Truffaut, Akira Kurosawa, Joseph Losey, Michelangelo Antonioni, Pietro Germi, Bernardo Betolucci, Jean Luc Godard, Federico Fellini, Agnes Varda, Jacques Demy, Gillo Pontecorvo, Glauber Rocha, aunque no faltaron Orson Welles, Alfred Hitchcock, Billy Wilder y Francis Ford Coppola para entregarnos un riquísimo panorama del cine del mundo.

Uno queda abrumado al ver como ese cine de autor casi ha desaparecido para ser reemplazado por la seriada y comercial producción norteamericana que produce, en verdad, algunas obras de calidad, pero cuyo absoluto dominio es una difusión centrada en un entretenimiento banal, que empobrece pasmosamente el nivel general del cine que se ve hoy en todas partes.

El cine es una de las dos grandes industrias cuyos productos los Estados Unidos expanden por el mundo. La otra, la terrible, es la industria de la guerra.

Los Estados Unidos conformaron ese territorio que va de costa a costa de la América del Norte, arrancándoselo a sus indios, a los que confinaron a las llamadas “reservas” o a otros países como México, al que despojaron de más de la mitad de su territorio.

En los tiempos de esa expansión, casi sin orden y sin ley, se aprobó, en 1791, la Segunda Enmienda  a la Constitución, que da a todos los ciudadanos el derecho a poseer y a portar armas, casi sin limitaciones. 223 años después, esa enmienda sigue vigente: en una simple ferretería, un norteamericano puede comprar un fusil automático sin el menor tipo de indagación sobre quien es la persona que adquiere tal arma.

Desde momentos tan tempranos en la constitución de la nación, comenzó un auge de la industria militar que no ha cesado desde entonces. A la inversa, se ha acrecentado de modo tal que en 1960, en el discurso en que se despedía de la presidencia de su país, el prestigioso y conservador general Dwight D. Eisenhower advertía sobre el grave peligro que era, para la democracia norteamericana, el auge y el poder que había alcanzado lo que ya se conocía como el complejo militar industrial.

El Complejo iría acumulando un enorme poder procedente de sus fabulosas ganancias: llegaría a colocar a hombres clave en instituciones como el Pentágono o el State Department y sería un lógico promotor de todo tipo de armamentismo.

Lo que pudo haber sido una protección al ciudadano, en los tiempos de una expansión que generaba violencia, ha acabado por desproteger al estadounidense que para nada está a salvo de un psicópata o un irritado que se procure fácilmente un arma y salga a “cazar” a sus conciudadanos. Son muchas esas experiencias que han tronchado decenas de vidas en las escuelas de ese país.

Con el negocio y tráfico de armas se ha armado, por ejemplo, el poderoso mundo del narcotráfico mexicano, que tiene el poder de fuego de un ejército para enfrentar a las autoridades de su país.

Para vender las armas costosas, que son las más dañinas –los aviones bombarderos tripulados o sin tripular, los misiles, las minas– los fabricantes de armas tienen que procurar que se consuman y esas solo se consumen en las guerras.

Desde el llamado fin de la guerra fría, los Estados Unidos han convocado a numerosas guerras: la guerra del Golfo que libró Bush padre; la guerra de Kosovo, que llevó adelante el demócrata Clinton; la falaz guerra de Irak, apoyada en la mentira de las armas de destrucción masiva, convocada por  Bush hijo, que dejó un país destruido, dividido e ingobernable; la inacabable guerra de Afganistán, inaugurada también por Bush, el pequeño, y continuada por el Nobel de la Paz, organizada  para matar a un solo hombre que, al final, estaba en Pakistán; el oportunista bombardeo de Libia, llevado adelante para derrocar al gobierno de un país que hoy está anarquizado; la brutal guerra librada para derrocar al gobierno de Siria por unos mercenarios terroristas sostenidos por Occidente y sus aliados árabes, que no cumplieron su tarea y ahora van a ser combatidos por sus padres que, como de pasada, tratarán de acabar con el gobierno de Damasco.

En el mundo queda solo una agresiva alianza militar, la OTAN, que sueña el imposible sueño de gobernar el mundo.

Es muy difícil que los Estados Unidos puedan poner límites a una industria que casi sostiene una economía que se ha empobrecido en otras áreas.

Los Estados Unidos, acaso por sobrevalorar su potencia, que implica menospreciar la de los otros, ha caído en trampas que su confianza en la sola  fuerza no les ha permitido ver.

Las dos industrias son perfectas y complementarias: una mata y la otra incita a matar y después justifica las muertes.

Es, sin embargo, el despliegue de una voluntad errática, porque nadie domina el mundo. De una manera u otra, los magnates norteamericanos lo comprobarán: ojalá no sea al costo de mucha más sangre.

sábado, 15 de noviembre de 2014

Volar sobre el río Arigüanabo

Por Homero Perdomo Betancourt

Faltarían años para que la coterránea y amiga Argelia, después del poético musical alumbramiento, hiciera que Silvio cantara: “Llegué por San Antonio de los Baños”. Le faltarían a ese “necio” cientos de sus poemas canciones para cabalgar urgente en su Unicornio Azul a su memorable Cita con Ángeles; para que el misterio de su poesía sin trampa acudiera en defensa de nuestro río Arigüanabo al cantar: “Anoche fue la orquesta a despedir el río, la fauna y la floresta del pueblecito mío…”

Por aquel tiempo arigüanabense, los dos enormes bosques que custodiaban al río conservaban gruesas lianas y fuertes bejucos, serpenteando entre viejos robles, cedros, caobas y yagrumas, reposando sobre un manto de zarzas, matojos y flores silvestres.

Mariposas, sinsontes, bijiritas, totíes y lechuzas entre otras especies autóctonas y exóticas. Lagartijas, majáes, jubos, iguanas, arácnidos.

Truchas, carpos, biajacas, jicoteas, catibos y guajacones fiestaban en sus aguas mansas, aún no contaminadas, moteadas por la malangueta y el lino. En ese ambiente de paz y ensueño se inspiraron poetas, enamorados y… locos.

¡Nadie! O casi nadie ofendía a nuestro río arrojándole deshechos; sólo las lluvias arrastraban hojas secas, gajos y pencas de guano que Pedro “Tiñosa” limpiaba permanentemente, como si el río fuera un parque más.

También por esa época apareció en el cine el primer justiciero volador que, al conjuro de la palabra Shazam, se convertía en el Capital Maravilla, volando sobre los rascacielos neoyorkinos, a la caza de malhechores. ¡Nunca escapaban!

Yo, que degustaba el ter año de mi adolescencia, quería ser como el Capitán. En las matinés domingueras, entre las dos películas proyectaban uno de los doce capítulos. No era Tom Tyler el protagonista; era yo mismo. después del último capítulo me fui del cine con el Capitan Maravilla incrustado en el mismo centro del cerebro, encaprichado en volar.

Iba por las calles como un sonámbulo y de pronto me vi ante la copuda ceiba sobre la Cueva del Sumidero donde las aguas, crecidas por las fuertes lluvias, se sumergían para corretear por otros lares, provocando un endiablado ruido al pasar por su garganta.

Me acerqué a la ceiba cautelosamente para no pisar una gallina prieta muerta, unos centavos esparcidos y un bultito con no sé qué, atado con una tira roja. Sobre un matojo, bien colocados un blúmer y calzoncillo como testimonio de un feliz combate en el que ambos contendientes se alzaron victoriosos.

Me subí a un muro en ruinas y alcancé una rama que me llevó al cuerpo de la ceiba. me desnudé, puse la camisa a la espalda y la abotoné al cuello, como si fuera la capa de caperucita. del bosque bajaba el viento con sus olores mezclados: susurrante me decía:

--Lánzate pero no llegues al agua, sigue volando, verás que es fácil.

Desde la bamboleante altura miré hacia abajo y los muros que atrapan el río casi se unieron.

Mi respiración cortada y el corazón al galope. Tragué en seco. Miré a todas partes: solamente el río embravecido, la Cueva con su boca negra abierta, la ceiba y yo. Un ligero impulso y… ¡me lancé! Iba en perfecta picada, el ríose me acercaba colérico, de pronto grité:

--¡¡SHAZAM!!

Mi cuerpo se puso horizontal.

            --¡¡Coñooo, estoy volando!

Iba a ras del agua, los brazos extendidos, las piernas bien unidas y lo que colgaba e mi cuerpo rozando discontinuo el agua. Atravesé el pueblo por debajo de los seis puentes: el primero de hierro y el último de tablones. En “El Charco del Negrito”, repleto de bañistas, los niños me señalaban boquiabiertos; los adultos miraban sin poderme ver y me alegré, por pudor.

El río al saltar la represa formaba una cortina transparente con caída espumosa. En La Quintica la gente gozaba al son del conjunto Arigüanabo; las notas del contrabajo de Ramiro Domínguez me golpearon el vientre. seguí río arriba  con sus viejos meandros y lugares con nombres sugerentes como: Nudismo, Cueva de los Negros, Macagua… ¡veintidós en total! Durante el recorrido peces y pájaros no dejaban de mirarme recelosos.

Llegué a la Boca de la Laguna y me paré o posé sobre una vieja Yagruma atravesada en el río. El bosque devolvió mi grito de locura…


            --¡¡Recontracoño, lo logré!! ¡¡Nadie me lo va a creer!!






lunes, 10 de noviembre de 2014

Seguir siendo San Antonio de los Baños

Debí haberme preparado mejor para el concierto de San Antonio de los Baños. Debí haber montado con los músicos todas las canciones evocativas que le tengo… Aunque, pensándolo mejor, llevo a mi pueblo tan adentro que no hay canción mía donde no esté su marca.

Aquellos tiempos de naturaleza en eclosión y de libertad son tan importantes que, cuando pienso en mi infancia, he borrado los años que pasé encerrado en apartamentos habaneros y sólo me afloran los fines de semana en que mi madre nos montaba en dos guaguas para, al final, llegar a la casita en que habíamos nacido, en la calle Caridad, número 2 y medio. Allí nos esperaban mis abuelos, María y Félix y mi tía Marta, la más chiquita de las hijas, que todavía vivía con ellos.

Yo saludaba y desaparecía. Sin tocar el suelo andaba cuadra y media, hasta La Callancha (la calle ancha), hasta la casa de mi primo Hectico, para reencontrarme con el Chentum, Carlitos, los dos Julios, Kike, el indómito Guácara, Arminda y Miriam; para ver a mi prima Adita, recogida por tía Lidia desde la muerte de Adelfa, la hermana "que en Gloria esté".

Justo enfrente, sólo cruzando, quedaba el bajareque de Narciso el Mocho, entre una ceiba y la casa de su hermana Lorenza. En el traspatio de Lorenza había una valla de gallos y los domingos aquello era un hormiguero. Mano y sus hermanos cuidaban los animales finos, pero entre semana no se dejaba pasar niños.

Cien metros a la izquierda, el bodegón de El Sol de Cuba. Cincuenta a la derecha, un ancho terraplén que decían que llegaba a Cayo La Rosa, pasando por la laguna Arigüanabo. Ambas márgenes de aquel camino que subía y bajaba estaban cerrados de monte, campo de operaciones de mi infancia, antesala del río...

El concierto de anoche fue en El Parque Central. A mis espaldas, el busto del hombre con la única palabra que lo explica todo, la que renombró la antigua Calle Real: Martí. Veinte metros atrás, el otrora imponente edificio del Teatro Casino, la Sociedad y uno de los dos cines que había en San Antonio (el primero en que estuve). Hoy todo puras ruinas. Reconstrucción calculada en un millón de dólares.

Con el busto de Martí, la bandera cubana que pusimos y las ruinas del Teatro Casino en las espaldas, fue el concierto de anoche. Como algunos otros buenos conciertos, llovió. Llovió después de muchos días de cielo despejado. Supongo que algo nos tenía que caer de arriba a aquellos locos que cantábamos empecinadamente, pese a los instrumentos anegados, diciéndonos tanto los unos a los otros.

Algo que dije con palabras fue un modestísimo homenaje a Rodolfo Chacón, quien asombró mi infancia con una voz que hasta aquella tarde en La Quintica yo no podía imaginar. Rodolfo hoy día es un jubilado de la escena que dedica horas y fuerzas a preparar jóvenes y niños en el hermoso arte de la lírica. Enseñar a cantar es enseñar historia, maneras, cultura a los que crecen, haciéndoles crecer. Espero que algún día la importante labor de Chacón le sea sea reconocida, como mucho merece.

Las autoridades de San Antonio nombraron hijo ilustre a Frank Fernández, y a mi también. Agradezco el elogio a mi trabajadora y soñadora familia. En unos días hará 68 años que lo de hijo de mi pueblo me conforma.

Cumplida quedó la fraterna porfía con Frank de hacer conciertos en Mayarí y en San Antonio. Acuerdo que no fue más que un pretexto para retomar lo que hemos hecho tantas veces. En ambos conciertos llovió; en ambos el pueblo se mantuvo hasta el fin. Ambos sabemos que volveremos a estar juntos, de alguna forma, en nuestras respectivas patrias chicas y siempre en la grande.

Cuántos amigos de la infancia, cuántos conocidos y cuántos episodios revisitados. Cuántos hijos de vecinos, cuántos nietos de primos hermanos. Cuántos idos por llamamientos naturales; cuantos porque los hijos se les fueron y "qué voy a hacer con la vejez".

Yendo hacia el pueblo, mi madre extraía de entre las brumas a Mayuya y sus hermanos, familia cuya casa colindaba con el placer de pelota de la esquina. En medio del concierto, increíblemente, una nieta de aquellos se me acercó a preguntarme dónde estaba mi madre. ¿Cómo es que la memoria de dos familias, con tanta ausencia de por medio, pudo coincidir y buscarse allí, bajo la lluvia, en aquel parque?

Milagros en los que vale la pena creer.

Gracias mi pueblo, por de cierta manera seguir siendo San Antonio de los Baños.








Chacón con varios de sus alumnos

El cuarteto

El duo de Pablo Alejandro y Lorena


domingo, 9 de noviembre de 2014

El Premio Cervantes para Roberto Fernández Retamar

por Guillermo Rodríguez Rivera

Muchos dicen que el Premio Cervantes es el Nóbel de la lengua española. Es el más abarcador y el mejor dotado entre los que distinguen a nuestros escritores. Con él, únicamente cabría comparar al Premio Juan Rulfo, pero el galardón mexicano premia exclusivamente a escritores hispanoamericanos. El Cervantes, desde su fundación en 1976, en la que escogió como premiado a Jorge Guillén y, al año siguiente cuando optó por Alejo Carpentier,  ha elegido de manera alterna a españoles e hispanoamericanos.

Pero hay escritores que tienen, digamos, poca suerte.

Según avanza el tiempo van desapareciendo algunos escritores. Otros, que hemos visto crecer ante nosotros, obtienen múltiples, justos galardones.

Estoy pensando ahora mismo en mi amigo José Emilio Pacheco, premio Cervantes en el año 2009, el mismo año en que lo premian con el Reina Sofía.

Me honré con la amistad de José Emilio, hombre de una bondad enorme y  de una modestia tan transparente como su sinceridad. Le conocí en 1967, cuando juntos participamos en el “Encuentro con Rubén Darío”, que organizó Casa de las Américas para conmemorar el centenario del gran nicaragüense.

Recuerdo un rincón de la famosa casa Dupont, en Varadero –la casa evocada como Xanadú en El Ciudadano Kane, el film de Orson Welles– donde almorzábamos José Emilio, Roque Dalton, Orlando Alomá y quien firma estas páginas.

En una crónica posterior a esa visita a Cuba, en la revista Siempre!, José Emilio confesaba el cambio que significó para su poesía el hallazgo de la nueva poesía cubana. El vuelco esencial que va de El reposo del fuego a No me preguntes cómo pasa el tiempo, avala la honrada confesión de JEP.

Habría que decir que uno de los padres de esa renovación poética fue Roberto Fernández Retamar, figura esencial en la literatura de la lengua en esos años sesenta, junto a poetas como Juan Gelman, Enrique Lihn, Jaime Sabines, Ernesto Cardenal.

Un poemario como Historia antigua (1965) resultó esencial en la maduración de esos nuevos poetas, entre los que menciono a Luis Rogelio Nogueras, Victor Casaus, Raúl Rivero y Nancy Morejón.

Quien crea que es escasa la obra poética de RFR, debería consultar –y disfrutar– las casi 500 páginas de sus doce poemarios.

Roberto, gran conocedor de la obra de José Martí, ha sido un revalorizador de la literatura hispanoamericana con un ensayo como Calibán, traducido a una pluralidad de lenguas. La revista Casa, que dirige desde 1965 fue una entidad guía de la intelectualidad latinoamericana y una de las más importantes de la lengua. Fernández Retamar conoce como pocos en el continente la literatura y la historia de España. Recuerdo ahora su ensayo contra la “leyenda negra española” y su Antología de poetas españoles del siglo XX, por la cual empezamos a asomarnos a ese universo muchos escritores cubanos.

Profesor de literatura en la Universidad de la Habana, doctor honoris causa y profesor invitado en varias universidades del mundo, creo que Roberto Fernández Retamar merece y, más aún, creo que honraría el ilustre Premio Cervantes.

En ese haberlo olvidado, ¿incidiría su permanente apoyo a la Revolución Cubana? Podría ser: recordemos la embestida del gobierno de José María Aznar y su promoción de la “posición común” europea contra Cuba. Pero esos grandes premios –si de veras aspiran a reconocer los méritos intelectuales– deben estar, como pedía Romain Rolland, au dessus de la mélée. 

Acaso este sea el momento de rectificar.